




Torremolinos, España.
1:10 pm.
No me cierro a nuevas cosas, ni a nuevos fetiches. Ese fin de semana, estando leyendo en mi cuarto, mi teléfono sonó. Era una notificación de estas de una red social de citas, donde una pareja me escribe diciendo que le encantaba mi perfil. Ese día, tenía que entrenar y escribir algo para Twitter, recuerdo bien. No era mucho lo que debía hacer y tenía casi todo el día libre. ¿Una pareja? Por que no. Hacía mucho no tenía juegos sexuales y estaría bien un poco de diversión.
“Pues puedo jugar a lo que quieran”, contesté. “No tengo nada malo con el role play, con juguetes…”
“O un cachorrito”, me responde.
Nunca había estado en esto de ser un cachorro. Si bien, me llamaba la atención el tema y me parecían que los hombres con máscaras se veían atractivos, jamás pensé que tendría una. Pero ahí estaba, a pocos mensajes de distancia, una oportunidad de probar algo nuevo, porque saben, no soy de los que se queda con los quizás en la punta de la lengua, menos en el sexo.
Horas después nos encontramos en la estación de tren. Era una pareja mayor, que tenia unos días por el pueblo y querían jugar un rato, más, si había una conexión con la otra persona al punto de querer darles confianza. Es algo a lo que se llama “safe space” o espacio seguro: un lugar creado por los participantes de alguna actividad sexual o no, hecho enteramente de la confianza. Es decir, una situación donde todos los participantes están libres de expresarse como quieran. Un buen ejemplo de espacio seguro es lo que sucede en una playa nudista, donde todos concuerdan en hacer nudismo sin restringirse al que dirán. Pues bien, con ellos dos, había un espacio seguro que habíamos creado mediante charlas, específicamente para ser un cachorro. Porque claro, ellos sabían que yo jamás había usado una máscara, solamente tenia curiosidad y sobretodo, no sabían si me gustaría o no.
“Hay reglas”, me dijo mientras tomaba la máscara después de sacarla de la maleta. Por ejemplo, no puedes hablar cuando la usas y solamente el amo dice que hacer. “Piensa que esto es un juego”, me indica cuando me la da en la mano. Él había sido cachorro antes y tiene ese juego constantemente. Su razón, al igual que los hombres que usan cuero, es que los cachorros no tienen miedo de expresar sus fetiches en público: el uso de la máscara es un código de juego, de comportamiento, que ni siquiera debe ser sexual. Para ellos, que yo, con mi 1.65 metros de altura aceptara ponerme la máscara era suficiente.
Pero claro, no para mí. Tomando la máscara, me la puse. El sonido se disminuye, la máscara no deja oír lo que puede afuera. El poliéster con que está hecha, aparta la luz del interior, oprimiendo la cabeza con esta nueva piel. Los orificios están puestos de forma precisa: los ojos para ver y en la boca, apenas el hocico para que entre aire, hocico que está abierto en su parte inferior. La máscara es entrar en la piel de otro, pero nada iguala a la sensación cuando uno se ve por primera vez en un espejo o en una cámara. Es una nueva realidad. Te dan ganas de, en ese anonimato, ser otro completamente diferente.
Cinco minutos después de tenerla, estaba ya en el sofá sentado como un cachorro. No porque me lo hayan dicho, sino porque intuía que esa era la forma que yo debía comportarme y sabía que a ellos les iba a gustar. Sabía que si jugaba con mi propia intuición, les daría risa o placer y me parecería apenas grato de mi parte que se sientan cómodos con tener a uno nuevo en este fetiche. De hecho, esa tarde, jugamos un tanto, me arranché en los brazos del otro, y hasta hablamos de como en los festivales de fetichismo, los cachorros salen con sus amos por la calle. Pensaba que, con mi estilo de vida, yo sería mas un perro callejero, sin amo, andando por ahí con mis propias reglas. Un “brat” como dirían ellos, haciendo referencia a un slang urbano.
”Puedes ser bueno en esto”, me decían. Aunque me repetían que un entrenamiento puede tomar semanas o meses, quedaron asombrados por la velocidad en que asumí ese papel. “¿Has leído algo?”, me preguntan. “Nada”, respondí. Ni sabía que habían reglas donde los dedos dan órdenes o hay niveles de orden si eres muy sumiso o dominante como cachorro.
Esa noche tuvimos sexo, dormimos juntos y desayunamos como era correspondiente. La máscara era, apenas, un juego de la noche pasada, apenas para que me tomara selfies e intentar caer en el juego. Mientras uno dormía, terminé desnudo en el sofá en brazos del otro, como un pequeño gesto de agradecimiento. Nada de palabras, solo caricias. Pero veo la máscara en la mesa, justo al frente. La misma máscara que ayer estaba jugando conmigo o yo con ella. Sin pensarlo dos veces, me levanté y me la puse. Quería volver a sentir eso que sentí al otro día: un borrado de identidad, un nuevo espacio, un juego de inocencia y perversión.
Puedo decir y confesar que esta vez, estando desnudo había algo distinto. El mismo silencio, condujo a todo. Estaba excitado de por sí, pero al otro le encantó verme esa mañana con la iniciativa de tomar la máscara y jugar. Fue entonces que me recliné en el sofá y me empecé a masturbar sin mediar palabras. Abierto de piernas, exponiéndome inocentemente, tocándome la verga, jadeando levemente. Lo hacía porque sabía que le excitaba. Por eso no dudó en escupirse la mano, dármela a lamer y utilizarme sabiendo que no tenía miedo en que me empezara a meter los dedos en mi culo.
En eso, entra el otro esposo por la puerta, después de despertar. Su cara fue de asombro al verme en el sofá, completamente desnudo, jadeando, mientras su marido me abría el culo con los dedos al m mismo tiempo que yo me masturbaba. La escena tuvo que ser fuerte para él: ¿como es que harás antes este muchacho apenas se ponía una máscara de estas y ahora lo tengo, en mi sofá, siendo todo lo que pensé que sería en semanas o meses? Mientras veía la escena, escuchándome solo jadear, no titubeó en sacarse la verga y metérmela en la boca. Los sonidos que yo hacía fueron silenciados automáticamente mientras lo único que hacía era siendo manipulado por los dos.
“Creo que está listo”, dice uno de ellos.
A lo que se refería era a que en ese punto, mi culo, no podía abrirse más. Pero como mi máscara no me permitía hablar, no hacía mas que obedecer. Entendí todo: era un sujeto se sumisión. No fue más que me pusieran de rodillas en el sofá, y con mi cara pegada al borde esperando a que uno de mis dos amos lo hiciera. No podía ver nada, la máscara no ayudaba a girar la cabeza pero en ese espacio oscuro no podía hacer más que esperar. Fue entonces que siento como una verga se empieza a deslizar dentro de mi, sin yo poder hacer nada. No necesitó darme duro, simplemente se deslizó dentro de mí y yo solo exhalaba jadeos animales. Era ese mismo placer que sucede cuando se hace gooning, de dejarse llevar por el placer animal y sus normas inexistentes de comportamiento: exhalar, respirar, entrar en trance, dejarse llevar por la masturbación. La diferencia era que no estaba controlando mi propia masturbación, sino estaba siendo un buen muchacho para mis amos.
Por eso mismo fui el juguete de ellos dos. Uno la sacaba, el otro la metía. Mis brazos estaban fuertemente agarrándose al sofá, mientras mi verga no hacía más que rebotar en cada embestida. Estaba muriéndome por tocarme la verga y explotarme en leche, pero no podía por puro capricho de mi amo. Porque ese placer propio estaba siendo sacrificado por beneplácito de él. Porque estas eran las normas del juego que me había comentado horas atrás y que jamás pensé que probaría. Yo, todo lo que hacia era jadear, dejando que mi saliva se escurriera por mi cara, mientras entre ellos estaban rifándose quién era el que iba a venirse primero.
No fue sino sentir que uno de ellos deslizara su mano por mi hocico para sostenerse cuando sabia que uno de ellos estaba llegando a su clímax. Cerré los ojos y solo pude sentir chorro tras chorro de leche caliente detrás, apenas oculta en su gemido ahogado. Yo sin poderme tocar, no había siquiera recuperado el aliento cuando de inmediato, su esposo, me entierra la verga usando la leche de su marido para tal fin. El sonido ya era de fluidos chocando, sus huevos pegando en mi culo a una mayor velocidad mientras que sentía cada vez más fuerte el olor de semen cerca a mi. Era mi amo, que había traído su verga para que se la lamiera. Era apenas suficiente para mí: los tenía a los dos y no sabía más que hacer: en ese momento salieron chorros de leche de mi, sin tocarme. Uno, dos, seis. No los ví. Solo tenía como me corría en un orgasmo intenso, al mismo tiempo que chupaba la verga de mi amo y que su marido hiciera lo propio conmigo: dejarme completamente exhausto, lleno y a la vez, feliz de ser su pequeño juguete esa tarde.
Me incliné hacia atrás y solo pude ver los chorros de leche en el sofá y sentir los de ellos dos escurriéndose por mis piernas. Me quité la máscara, para volver a ser yo y darles un beso a ellos dos por la iniciación.
“Brat”, dijo el que era ahora mi nuevo amo. “Eres todo un brat: pequeño, un sujeto de cuidarse, demoledor. Como un pitbull pequeño”
“De hecho me gusta ese nombre”, respondí.
Ese día nació Brat. Y sí, desde que se devolvieron a su país, yo sigo siendo un perro callejero.