







Bogotá, Colombia. Los archivos perdidos. 1/3 Diez años atrás. Me mandan un mensaje, de esos que en tiempos de pocas redes sociales habían: “oye, ¿y te gustaría tomarte unas fotos en exteriores?”. Sabía el calibre de las fotos, porque conocía al fotógrafo muy bien. Sabía que le gustaba trabajar el cuerpo del hombre, de la sexualidad implícita y la sensualidad explícita. Me sentía, a la vez, tentado a salir por las calles del Barrio Egipto y marcar paquete a una temperatura que no debería. Bogotá no es cálida pero es caliente. Acababa de dejar un trabajo de ser gerente de expansión de una cadena de supermercados. Parecía que, por un momento, mi vida estaba dirigida a ser este señor de saco y corbata, ejecutivo, que había planeado ser durante mi universidad. Pero sabía también que me faltaban muchas cosas por decir y hacer. Y sobretodo, responder a una pregunta: “¿por qué no?”. Al final, ni me limita nada ni le debo nada a nadie. ¿Que es lo peor que me puede pasar? En ese punto, nada. Es abrazar las consecuencias y mandarme de rastra con todo. Por eso estaba ahí, en el barrio. Con las primeras fotos, sentí que podía hacer más. Primero, me quité la camisa, en esa época donde aún sentía mucho complejo por mi cuerpo. Luego, me subí a una reja y me bajé un poco los pantalones. Me daba algo de pena pero a la vez, el impulso de hacerlo, me podía más. Era un juego, tan inocente que hasta incluso, mi sobrino que estaba acompañándome, se prestó a que lo cargara por el torno y tomarnos una foto. Entonces él se fue y quedamos el fotógrafo y yo; Javier y yo. Lo de la reja la llevamos al muro y ahí, indefenso por si pasaba una señora de estas de toda la vida, decidí bajármelos de nuevo a mostrarle al barrio mi culo -que en ese entonces, si ven depilaba-. ¿Y si me lanzo a más? ¿Qué podía pasar? Javier entonces me dice que me los baje. Y no solo eso, que trate de que se me ponga dura la verga. Lo pensé y supe que eso sería difícil, que sin visualizar algo explicito no podía. Pero la adrenalina de saber que estaba tan expuesto fue suficiente y eso, al final fue lo que hizo que me la pusiera dura. Fue extraño, como descubrir algo nuevo que si logran ver mis fotos y videos en Barcelona, es ya paisaje para mi. “Pues no está nada mal de verga”, me dice mientras yo, en mi ausente timidez me la acomodaba a un lado para que se viera mejor. “Pues si quieres, podemos tomar más fotos otro día”, le respondí. Desde ese momento nació una extraña complicidad de modelo y fotógrafo. Pero también, esa complicidad entre el que yo hacía n mi vida pública con mi trabajo y el yo, más atrevido y exhibicionista que no tenía porque ocultar. Es que es parte de mi naturaleza y no debía divorciarlos sino, al contrario, cazarlos. Que si cuento historias de viaje en mis redes, también puedo contar las historias de sexo; ¿es que acaso hay alguna diferencia con la conversación con mis amigos en el bar? No entendía porque ocultar ese lado oscuro de viajar. ¿O es que si tomo fotos documentales alrededor del mundo, me impide tomarme fotos desnudo en el espejo? Que no debía divorciar, si ambas cosas se podían complementar. Que está en la naturaleza humana y que no tengo miedo en enfrentarme a ello. ¿Por que debería sentir vergüenza? Años después, lo terminé materializando aquí. Y todo empezó, digamos, con un mensaje.