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Londres, Reino Unido. 4:10 pm. Digamos que había pasado un ..

Londres, Reino Unido. 4:10 pm. Digamos que había pasado un verano entorpecido por el insomnio, gente que se separa, amigos que se van y un calor que no me permitía respirar. Contrario a otros años, este año fue un verano en exceso insoportable en, donde pudieron ver en el anterior video, me escapaba en los calores extremos a masturbarme en casa de amigos encerrado del feroz clima. En una noche conocí a alguien que me animó por pura sugestión a ir a Londres. ¿Qué tenía que perder? La verdad, poco: ya no pedían visa, estaba el Museo Británico y después de un terrible verano no había más que intentar al menos tener un aire nuevo. Capaz este viaje sea mi verano. Soy un ñoño total, lo admito y lo saben si me siguen en otras redes. Londres era de esas ciudades que me atraían principalmente por la cantidad de museos cuyos artículos sospechosamente coleccionados valía la pena al menos visitar. Y claro, en esta ciudad también vivían personas que en estos años de postpandemia había contactado de forma virtual y que podía por qué no, contactar y conocer. Claro, gente que te despierta el morbo. Uno de ellos, @diggory. Llegó entonces el día en el que el chico que me había invitado a Londres se había ido. Después de dejarlo en una de las alas del Museo Británico, decidí tomar la mañana para recorrer los pasillos del mismo, en especial el ala de arte greco-romano de la cual tanto interés le tenía. Allí, estaba un objeto de esos que no te crees hasta que lo ves: la Copa Warren. Una, que hace miles de años hundió en vino al hedonismo de su creador, decorada con relieves precaminosos: la representación de una pareja practicando el sexo, en la cual un hombre con barba está recostado con un joven sentado sobre él, usando una cuerda que cuelga del techo para mantener el equilibrio. Por el otro lado, una pentración, por detrás, sin censura ni medida. Todo rodeado de estatuas, alfarería y motivos que hundían a mi expectación en el hedonismo de la homosexualidad aceptada, en aquellos tiempos, entre soldados, maestros y esclavos. En Roma, la moralidad del acto fluctuaba con el tiempo, pasando desde la censura completa hasta la aceptación e incluso, la celebración como función cultural entre los hombres. Incluso se consideraba que los hombres mayores enseñaban cómo tener sexo a quienes se cogían, como parte de una educación sexual instituida. Ahí, en la vitrina, estaban barbado de plata siendo exhibido después de tantos años de escándalos que dejó a la copa Warren fuera de los museos por ser tan explicita. Y al otro lado de mi pantalla, tenía otro barbado quien me invitaba después del museo a pasar por su casa, tomar el té y hacernos una paja. Sin quererlo, planificarlo o quizá pensarlo terminé yendo. Claro, quedarse en un hostal no es que sea la mejor forma de tener privacidad y más si estás constantemente estimulado con todo lo que vi el fin de semana. ¿Por qué no visitarlo, claro? Podía liberar ese deseo de los chicos de mi cuarto en el hostal y por qué no, de la ligera estimulación de las imágenes del museo que sutilmente ayudaban. Un pelirrojo alto, de una barba frondosa, ojos azules penetrantes, me abre la puerta mirándome hacia abajo. Los dos, coindicencialmente vestidos igual. Entre lo que habíamos conversado para pasar una tarde entre una paja y ya, quizá en un momento de apenas decisión al quedarnos desnudos supimos que no iba a suceder lo que pensamos qué sucedería. - ¿Te gustaría grabar, no? - le pregunto de forma casi inocente. Es evidente que sentía que tenía morbo por grabar el encuentro. Quería, claro, dejar un video de nuestra sesión de paja de la que habíamos hablado días atrás, con unas cuantas mamadas que no sobraban. Una vez me puse de rodillas y al empezar a hacer aquello que tanto me gusta, su cara se tornó de sorpresa sin siquiera pensar que le iba a gustar la forma en la que lo hacía. Parecía que le enseñaba a como chupar, como si practicara un tutoríal con él. Uno. Cinco. Diez. Quince minutos. Todo el tiempo chupándonos uno al otro, como postergando a propósito nuestra ansiada paja. En mi cabeza los mármoles aun frescos de los encuentros entre romanos que tanto tiempo estuvieron escondidos al público, y nosotros, con cámara en mano grabando un encuentro sexual más del que no tendríamos miedo de publicar. Sus brazos son tan largos y robustos que aprovechaba ciertos momentos de vulnerabilidad para tocarme y palpar si me podía dilatar o no, confiriéndole la duda sobre si era capaz de meterme su verga ese día. "Creo que deberíamos intentarlo", me dice. Y sonríe. Como si fuera el maestro y yo el estudiante, me toma por detrás y procede a dilatarme una y otra vez. Ahora el rol se ha invertido. Me dice que respire, que exhale, que yo puedo tomarla entera si quiero. Que me relaje, que todo estará bien. Lentamente y sin dejar espacio a duda, -la duda de aquella paja que evidentemente no iba a suceder- me penetra. La sensación de saber que estás jugando con tus límites y a la vez de estar en plena confianza fue suficiente para sentir enorme placer. Él me estaba enseñando cómo debía yo recibirlo. Era el papel del maestro de los mármoles y la alfarería que tanto morbo me causó ver en el museo horas atrás. Era incluso una abstracción de la misma copa, ese objeto que estuvo oculto durante décadas por ser extremadamente sexual y explícito, mientras nosotros con una cámara en la mano queríamos ser todo lo contrario. Epílogo. Días después publico un adelanto en mi Instagram, aquel donde en el circulo verde pudieron ver lo que sucedía durante el viaje. Alguien entonces me escribe después de ver la historia. "Dan, a él lo he visto antes", me dice de forma contundente. "Creo que hace contenido como tú". Sorpresas.

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