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Kioto, Japón. 9:00 am. Si hace unos meses me hubiera pregun..

Kioto, Japón.
9:00 am.

Si hace unos meses me hubiera preguntado si haría un video así en esta plataforma diría que no. De hecho, durante muchos meses este video quedó guardado entre las opciones si era o no posible editarlo.

Todo por el silencio.
Pero es Japón y este país es el imperio del silencio.

Ese día, un joven japonés llegó en bicicleta a mi casa a eso de las nueve de la mañana. Habíamos hablado el día anterior que podría pasar a esa hora, que estaba solo y que podría ser apenas el único momento donde tuviéramos intimidad.

Afuera no había más que los ruidos de los pájaros y un monje rezando en el templo. Sí, es que donde me estaba hospedando era literalmente, un templo. En la casa vivía un monje que se despertaba al rezo temprano en la mañana y ofrecía alojamiento en la planta superior, en uno de estos cuartos de tatami y puertas de papel de arroz que parecen sacadas de las ilustraciones tradicionales japonesas. El muchacho encadena la bicicleta y noto que tiene el rostro cubierto. Se había caído y estaba golpeado.

En esa distancia, desde la puerta del templo a la habitación, le pregunté si quería quedar conmigo o si por el contrario, quería atención: no fue sino al llegar al cuarto, que le limpié las heridas y nos sentamos a conversar en el suelo que supe que las cosas no iban a suceder: lo abracé, lo besé en el lado derecho de su rostro y le hice saber que no pasaba nada. Pero en ese momento noté que su mano se deslizaba por mi sudadera hasta agarrarme mi verga que supe que la respuesta a la pregunta anterior tenia otra respuesta.

No le importó en lo más mínimo la caída.

Pero claro, había un problema.

Abajo, el monje continuaba sus labores del día. Oía los pasos de un lado al otro, tal vez barriendo o cocinando. Tenia el miedo que en medio de su hospitalidad desbordada abriera la puerta y solamente viera un muchacho siendo penetrado en medio de su hogar. En cierta parte, claro, me daba morbo pero en la gran parte objetiva y consciente que estoy en un lugar donde no puedo hacer las cosas que se me den la gana, me cohibía.

Entonces todo, absolutamente todo fue en silencio. Le pedí al chico que, de hacerlo, por favor, ahogaremos los gemidos. Él, que aun estaba adolorido pero putamente caliente dijo que no le importaba y que iba a ser lo más callado posible. Pero, ¿como serlo, si me conozco y soy una persona ruidosa a la que le encanta cerdear, gemir, agarrar y escupir? Me veo en este momento vainilla, en silencio, casi ASMR con alguien que no se si darle leche o mandarlo al hospital.

El ambiente era poco menos que una ilustración de Utamaro: papel de arroz, cuerpos desnudos, erotismo pleno con morbosidad. No fue difícil para mi abalanzarme a abrirle su culo con mi lengua hasta sentir que lo único que quería era que lo penetrara sin más duda. De tomar la cámara y notar como minuto a minuto se dilataba, despacio y sin prisa con la sola intención de recibirme mientras jugaba con él. Decidido era entonces a tener que cogérmelo en silencio, ahogando los gemidos mientras mi propósito era dejarlo lo más abierto posible y lo más lleno de leche que se pudiera. A final, eso era lo que quería.

Al final, eso fue lo que obtuvo.

Sin causar nada de ruido, sin gemir apenas, se ha comportado a la altura de lo que uno esperaría de un japonés en un m momento tan surreal como era este y solamente sentía placer con sentir mi leche caliente salir de su cuerpo.

Momento después toma su celular y busca cual es el centro de asistencia médica más cercano y así como vino, en silencio pero con su necesidad sexual resuelta en el orgasmo más sordo, ha tomado su bicicleta, se ha despedido del monje y se ha ido a buscar un doctor.

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